martes, 29 de septiembre de 2009

DE LA ÉTICA A LA MORAL: Cómo hacer periodismo profesional desde una filosofía personal


Por: Laura Marcela Toro Calderón (colaboración)

VIENE DE LA PÁGINA PRINCIPAL

Entonces, ¿Cómo hacer del periodismo una profesión?
Es la pregunta inmediata que surge cuando se da por sentado que pese a la existencia de códigos normativos de conducta en el ejercicio laboral, el hombre, en su libertad de actuación, se debe finalmente a su moral y no a su ética.

A este punto es pertinente una aclaración. Resulta no sólo frustrante sino inconcebible replantear una academia que prescinde de su labor educadora y promotora de ética profesional, en efecto, no se trata de eso, tal cosa sería en otros términos ‘enviar al soldado a la guerra con un cortaúñas’, a sabiendas que el medio lo inundará de situaciones que con seguridad le exigirán una competencia adicional para deliberar de manera correcta y consecuente a las dimensiones de su trabajo y en distintas oportunidades será incluso medido en función de un conocimiento que, se supone, domina a la perfección.

De otra parte, el proceso mismo de deliberación se hará menos dispendioso, costoso y bochornoso; y más productivo, eficaz y asertivo, si tal sujeto ha recibido antes una adecuada orientación. Lo cercana a la realidad que resulte dicha formación, lo fehaciente que sea su representación de todo aquello que sucede ‘afuera’, en los medios, en las empresas, en las instituciones, etc., incidirá también en el valor o credibilidad que el sujeto pueda otorgarle y en qué tanto de ella aplica en su práctica laboral. Ésta, por supuesto, es otra de las cuestiones imperantes que competen a las escuelas de comunicación y periodismo.

Pues bien, el que la academia se quede corta en la ardua labor de enseñar ética con éxito (algo que requiere excepcionales habilidades para la persuasión, pedagogía, instrucción, etc.), si bien no la hace culpable, por ahora, sí sugiere que la definición del profesionalismo debe estar sustentada en otros factores. Y lo es tan así que está dada, ya por el conocimiento y práctica de su marco ético, como por la interiorización de los supuestos básicos del bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, lo adecuado e inadecuado, lo importante y lo irrelevante, etc., que distinguen la moral del hombre y que está ligada incluso a su sentido común y emociones más íntimas.

De modo que, si lo que se quiere es determinar de qué manera o en qué momento el periodista se convierte en un profesional, con toda la carga de responsabilidad y compromiso social que conlleva su labor, es indispensable comprender que su trabajo es producto siempre de una negociación entre una convención de códigos –para los cuales no hay o existen pocas sanciones jurídicas-, una conciencia o “fuerza moral” subjetiva que conduce su pensamiento hacia lo correcto o favorable (según el orden de prelación que ha otorgado a su bienestar o el de los otros), y unas emociones y contexto que determinan finalmente el cauce de sus conductas o decisiones. Si hay algo que ningún periodista puede evadir y a lo que sólo el profesional sabe enfrentarse es a determinar cuál de estos tres procesos pesa más en su ejercicio; por sencilla o trascendental que parezca su decisión, dejará en evidencia lo que prima en su auto-concepto.

Quizá, como dice Jorge Faundes(2), el paso a seguir es llevar la ética al nivel de las emociones o de las costumbres y lograr que el sujeto interiorice las normas a manera de filtros que no pueda evadir moralmente, dicho de otro modo, hacer de la ética, no importa la circunstancia, la moral –bien vista- del individuo; o, desde otra perspectiva, confiar en la astucia, talento y sagacidad del periodista para hacer ver como algo favorable aquello que podría ser contraproducente para el medio, para los otros o para sí mismo y tomar la decisión que le resulte conveniente. La primera hipótesis es más ética que la segunda, lo curioso; sin embargo, ambas son válidas moralmente hablando, todo depende de quién lo juzga.

Afortunadamente, como muchos harán la objeción, la ética tiene, a menudo, más fuerza que la moral. Los instintos, emociones y costumbres pueden inclinar al individuo hacia una conducta, pero la sanción social que conlleva vulnerar una norma ética resulta más poderosa que cualquier sanción penal. De esta manera, la carencia de condenas o reglamentos explícitos no tornan disfuncionales las normas implícitas aceptadas socialmente.

Ahondar a este respecto sería divagar e irse por las ramas de lo irrelevante en este momento. De manera que resulta más interesante comprender si es cierto que la ética tiene un poder indiscutible de coerción, con qué fin se deben transferir los supuestos éticos a la moral, por lo menos los esenciales (dado que no es posible dar fe de todas las situaciones probables); y si esto es posible, de qué manera es preciso lograrlo.

La respuesta es sencilla: El individuo teme la sanción social, considera sus efectos, mide sus alcances y evalúa su poder; no obstante, cuando existen en medio intereses que prevalecen por sobre el conocido coloquialmente ‘Qué dirán’, cuando el sujeto somete a un balance los juicios de los otros frente a lo que puede lograr tomando la decisión conveniente (aunque resulte anti-ética), cuando subestima las consecuencias a corto, mediano o largo plazo que acarrean sus decisiones y la forma en que las toma, más aún, cuando –y la duda lo consume por un relativo lapso de tiempo- se percata del estado de ignorancia o desconocimiento en que otros se encuentran frente a la norma ética operante y nota que las circunstancias le permiten y facilitan sacar ventaja del mismo; simplemente no hay código ético que valga. Todo se reduce, como vemos, a una cuestión de moral, ¿buena o mala?, depende de las razones que la motivan, depende de la situación, depende del mismo individuo, de quién es para los otros; depende del ángulo desde el que es observado y de quien lo hace. Eh ahí la razón que explica el porqué es imprescindible conducir la ética a la esfera de la costumbre, la convicción, los intereses, la pasión, la emoción, etc. “¿No puedes con el enemigo?... ¡Únete a él!”, reza un famoso refrán.

Ahora bien, no es posible ni sencillo catalogar la moral de un individuo como buena o mala, no hay manera de regular su conducta, no hay forma de sancionarla; desde la ética, sí lo es, el problema radica en que en diversas ocasiones no hay quien lo haga, o cómo lo haga, o a través de qué mecanismo; sea porque no despierta real preocupación en las personas, porque se asume que es al directamente afectado a quien le compete, porque las veces que se han adelantado procesos y dado trascendencia a violaciones éticas el producto ha sido una expresiva disculpa final, o porque la sanción social no es tan contundente ni drástica como se supone debiera ser.

La ética no se corrige pues por lógica interna, tiene sentido y validez en la medida en que plasma el ideal común de sociedad, lo deseable, lo conveniente en términos de la colectividad, de acuerdo al contexto en que opera. La moral, en cambio, sí. Cuanto más se acerca la moral a la ética, cuanto más coinciden, el periodista a su vez se hace profesional; se reconoce como tal, se siente como tal, mientras los demás lo notan de manera simultánea.

De tal manera, y en favor de una mejor comprensión, no es maduro, cuerdo y menos honesto pretender estar sujetos a una sanción social o penal, sometidos a un reglamento o supeditados al juicio externo cada que se actúa, cuando se sabe que cualquiera de estos condicionantes fluctúa en un momento dado, entra en el estado de relatividad del que no se escapa ninguna invención humana y entonces da paso a un acto de hipocresía en el cual el periodista sabe que hace las cosas mal pero justifica su conducta en la ausencia de un código, el desconocimiento de una ley, la inutilidad de una sanción, etc., y termina por degradarse a sí mismo, consciente o inconscientemente, y al sistema en su totalidad; no en vano el periodismo es catalogado hoy día como un oficio y no una profesión, no en vano se duda acerca de su utilidad y transparencia.

Lo que resta es el ideal del profesional del periodismo que sustenta su conducta en los principios de la buena fe que deben ser sus principios, no los de la institución, ni siquiera los de su familia. Las costumbres son asumidas por los individuos a lo largo de su vida pero ello no impide ser reemplazadas por otras que correspondan y sean consecuentes a lo que la sociedad espera de sus ciudadanos, no porque ésta lo exija, sino porque la voluntad de ellos así lo determina. La academia debe trabajar en ello haciendo uso de todos sus recursos; impartir los códigos éticos a manera de recetarios es un hecho de gran irresponsabilidad cuando lo que necesita la sociedad es gente comprometida con el bien común por convicción, por voluntad y no por temor.

El estudiante debe alcanzar un nivel de madurez que le permita descubrirse a sí mismo como profesional incluso antes de ser consciente de las leyes que rigen su campo de estudio, debe hacer de su conciencia una verdadera arma de justicia que actúe con respeto a la dignidad e integridad de las personas, por encima de las ambiciones o intereses particulares. El individuo debe llegar a concebir su trabajo como lo que es en realidad: un servicio social; una actividad por la cual está siendo remunerado pero que lo conduce a actuar para el beneficio de otros y no sólo el suyo. Sabe, a través de su intuición y ‘olfato’, en qué momento puede estar actuando de manera incorrecta; no requiere un semáforo, alarma o fiscal que se lo indique, y sabe también cómo corregirlo a tiempo, sin arriesgar su lugar, su trabajo, su nombre, etc., porque entiende que no hacerlo desencadena un monto de pérdidas mayor en contraste a todo lo que puede conservar y lograr cuando mide sus acciones conforme a los principios más elementales.

Finalmente el profesional del periodismo se proyecta más allá del presente o el futuro cercano, crea imagen favorable sobre sí mismo, protege su buen nombre, se posiciona a través de sus actuaciones, es autónomo y espera ser juzgado en función de sus mejores decisiones.

FUENTES CONSULTADAS:
1.ÁLAMO HERNÁNDEZ, Pablo. Texto Introductorio para la cátedra de Ética Profesional. Universidad de la Sabana. Facultad de Comunicación. Bogotá.
2.FAUNDES, Juan Jorge. El Rol de los Periodistas y su Marco Ético. Sala de Prensa. Web para los profesionales de la comunicación iberoamericanos. Febrero 2006. Vol.III. Consultado en sitio web:
http://www.saladeprensa.org/art656.htm


jueves, 24 de septiembre de 2009

ERÓTICA DE LA BANALIDAD


1. Íncipit

Buena parte de la discursividad en torno al arte parece estar signada por la categoría estructural de lo previsible, letanías, más o menos fastidiosas, acerca de la estupidez, el sinsentido, la futilidad, la superficialidad o la banalidad del arte contemporáneo. El problema radica en que el discurso crítico no hace más que duplicar, en el terreno de la escritura, precisamente aquello de lo que se lamenta incansablemente. Es decir, la banalidad del arte no hace más que reflejarse en la reflexión de la crítica, devolviéndonos su imagen redoblada, ahora, en la especulación bienpensante de las buenas conciencias. Me parece que es hora de preocuparnos y ocuparnos, como teóricos, no sólo del complot del arte sino del complot de la teoría, la cual, salvo honrosas excepciones, es incapaz de decir algo medianamente interesante a propósito de prácticamente nada sucedido después de las vanguardias. La previsibilidad del rechazo a lo banal se ha convertido en la forma políticamente correcta de la crítica cultural, una zona de comodidad para el nuevo pensamiento decimonónico del siglo veintiuno.

Me pregunto si no sería posible apropiarse de algunas valoraciones negativas que pululan en la doxología académica, convirtiéndolas en herramientas de análisis sui generis para abordar los apasionantes derroteros del arte reciente. Quizás, sea posible decir algo acerca de la estupidez que no suene estúpido, apreciar la vacuidad del arte actual sin reducirla al binomio de lo verdadero y de lo falso, aproximarnos a la futilidad del objeto artístico desde un principio de delicadeza que, finalmente, le hiciera justicia, deslizarnos sobre las superficies sin añorar, melancólicamente, alturas ni profundidades, coquetear con la banalidad de las imágenes, más que, indignados, voltear nuestra mirada en un gesto cuya pomposidad no podría dejar de producir un efecto de humor involuntario. En definitiva, trazar el espacio de una erótica de la banalidad, discursividad que -contra todos los pronósticos- intentará no enmudecer ante el anonadamiento del vacío, tensando la paradoja barthesiana de un decir acerca del “nada que decir”.

La banalidad es, creo yo, la parte maldita de la discursividad universitaria, el tabú innombrable, lo no-dicho de toda palabrería que aspire a la claridad, a la rigurosidad, a la cientificidad y al reconocimiento de los pares académicos. En este sentido, el intento de convertir a lo banal en objeto de investigación, parece, a primera vista, un proyecto teórico condenado al fracaso. Algo así como el estudio de los objetos curvos -al que dedicó su vida el profesor Mondrian Kilroy- el estudio de la banalidad podría producir investigaciones “exageradamente laterales” (signifique lo que signifique tal expresión). Sin embargo, estoy convencido del valor crítico de esta noción y de la constelación conceptual en la que se inscribe, siempre y cuando nos acerquemos a ella no desde el sentido común entendido como buen sentido, sino desde otro lugar, signado por la impronta disruptiva del pensamiento posestructuralista. Estas notas persiguen un efecto anfibológico, es decir, intentan generar un espacio de duplicidad, de doble sentido: escuchemos algunos epítetos de grueso calibre -estúpido, falso, superficial, risible, banal-, monedas corrientes en las diatribas contra el arte contemporáneo, e intentemos oír, al mismo tiempo, otra cosa, la otra cara de la moneda.

VIENE DEL BLOG >>2. Estupidez
Uno de los aspectos más enigmáticos del arte contemporáneo es su estupidez. Un punto de partida, sugerido por los análisis de Foucault, Deleuze, Barthes, Bataille, Rosset y Baudrillard, consiste en evitar oponer la estupidez a la inteligencia. La inteligencia no puede dar cuenta de la estupidez. Establecida a partir de un pensamiento categorial, la inteligencia sólo se ocupa del error, es decir, de la incorrecta aplicación de las categorías en el teatro del pensamiento. La estupidez queda, de esta forma, excluida del trabajo del concepto, invisibilizada en el plano de inmanencia de la inteligencia. Rechazo silencioso de la estupidez, imposibilidad de abordarla desde un pensamiento categorial que funciona en el espacio de lo verdadero y de lo falso. Deleuze nos dirá, en Diferencia y repetición, que la pregunta, jamás formulada por la filosofía, es esta: “¿cómo es posible la necedad (y no el error)?”1 La estupidez, la necedad, son lo no-pensado del pensamiento, su parte maldita, su dimensión heterológica. La palabra idiota recoge este sentido, es, al decir de Rosset, aquello “simple, particular, único”2, incapaz de reflejarse en el espejo de la inteligencia, de duplicarse en el espacio de lo categorial. La estupidez carece de doble en el espacio especulativo, como un vampiro, no conoce el estadio del espejo. Impotencia de la inteligencia, en un gesto desesperado, no hará más que reducir, tramposamente, la idiocia de la estupidez al error, a la falsedad, condenándola sin siquiera haberla visto directamente a los ojos.

Pero ese, afortunadamente, no es el único camino. Obviamente, no podemos “problematizar” -palabra de moda- la necedad, no podemos meterla en cintura a partir de un conjunto de prácticas discursivas y no discursivas que la harían entrar al juego de lo verdadero y de lo falso y la conformarían como objeto de pensamiento (Foucault dixit). Sin embargo, ante la imposibilidad, señalada también por Barthes, de descomponer científicamente la estupidez, Foucault concibió la posibilidad de un pensar “acategórico”, un no-saber en el sentido batailleano, que estaría en condiciones de sumergirse en la estupidez e, intempestivamente, emerger de ella. La fascinación será el estado de ánimo idóneo a la hora de clavar nuestra mirada en la inasible estupidez, quizás en ésto pensaba Baudrillard cuando asumió ante los fenómenos extremos -y la desaparición de la inteligencia en la estupidez es, sin duda, un fenómeno extremo- lo que él llamaba “una nueva forma de bestialidad intelectual”3.

La estupidez del arte contemporáneo inaugura, finalmente, la emergencia de un pensamiento radical, salvaje, no sujeto a la gravitación tiránica de las categorías, tal vez por ésta y otras razones, no exista nada más antagónico a la historia del arte, anclada todavía en las categorías estéticas, que los estudios visuales, entendidos como el marginal intento de escapar de la rancia coagulación del sentido en los saberes disciplinarios. Ahora bien, les decía, no deberíamos condenar la estupidez del arte contemporáneo sino, más bien, celebrarla con una sonrisa, asumirla como un desafío, porque como decía un viejo poeta citado por un viejo filósofo, en aquello donde hay peligro también se encuentra lo que nos salva. La estupidez, peligrosa por cierto, nos salva de nuestra propia inteligencia. Quiero terminar esta nota con una cita de Foucault que ilustra, de manera casi poética, este coqueteo con la estupidez, convertida en una suerte de musa inspiradora, de fascinante ninfa erótica: “La estupidez se contempla: hundimos en ella la mirada, nos dejamos fascinar, ella nos conduce con dulzura, la mimamos al abandonarnos a ella; sobre su fluidez sin forma tomamos apoyo; acechamos el primer sobresalto de la imperceptible diferencia, y, con la mirada vacía, espiamos sin febrilidad el retorno de la luz. Decimos no al error y lo tachamos; decimos sí a la estupidez, la vemos, la respetamos y, dulcemente, apelamos a la total inmersión.”4

3. Sinsentido
Buena parte del arte contemporáneo opera una perversión del sentido. El sinsentido de su superficie y el sentido que se desliza sobre ella, producen, a veces, que se lo tache, un poco a la ligera, de falso. Sin embargo, nunca ha sido un problema de falsedad. Deleuze se preguntaba -sin retórica, incisivamente- “¿para qué serviría elevarse de la esfera de lo verdadero a la del sentido si fuera para encontrar entre el sentido y el sinsentido una relación análoga a la de lo verdadero y de lo falso?”5 Es decir, lo verdadero y lo falso son asunto de designación, ajenos a la dimensión del sentido, es más, una proposición falsa no deja de tener sentido y, como contrapartida, el sinsentido no puede ser ni verdadero ni falso. No quiero reducir el problema a un juego de palabras, sólo quisiera enfatizar la inconmensurabilidad entre la inteligencia y la estupidez y, por otra parte, evitar que el sinsentido, un efecto no pocas veces asociado a la necedad, caiga en las garras tiránicas del binomio verdad/falsedad. El sinsentido no es falso ni verdadero, establece con el sentido una especie de sinergia, no es su opuesto, es uno de sus efectos más afortunados. El sinsentido no será, entonces, una carencia de sentido, sino todo lo contrario, una suerte de explosión, de exceso que, paradójicamente, no exenta al sentido de sí mismo.

Entonces, no es el arte contemporáneo el que carece de sentido, sino las voces que se alzan indignadas ante su sinsentido. El sentido de una proposición, escribía Deleuze -y creo que podríamos decir lo mismo acerca del sentido de las unidades de percepción del arte contemporáneo-, “no es más que el interés que suscita”6. Es decir, no es el sinsentido del arte el que está privado de sentido, es la propia teoría, en su ultrajante previsibilidad descerebrada, la que carece de todo interés, de todo sentido. Veamos cómo Deleuze desarma de un plumazo -en uno de los pasajes más cáusticos de la historia de la filosofía y en un puñado de líneas hilarantes- la solemnidad de lo verdadero y de lo falso sustituyéndola por la novedad del sentido: “Podemos pasarnos horas escuchando a alguien sin encontrar nada que despierte el más mínimo interés... Por eso es tan dificil discutir, por eso jamás hay ocasión de discutir. No vamos a decirle a cualquiera: ‘Lo que dices no tiene ningún interés’. Podemos decirle: ‘Es falso’. Pero nunca se trata de que sea falso, simplemente es estúpido o carece de importancia. Ya se ha dicho mil veces. Las nociones de importancia, de necesidad, de interés, son infinitamente más decisivas que la noción de verdad. No porque ocupen su lugar sino porque miden la verdad de lo que decimos.”7

Baudrillard solía decir que todos tenemos ideas, todos tenemos, parafraseando a Deleuze, nuestras inocuas verdades poco interesantes, las opiniones, como reza sabiamente el dicho popular, son como los traseros, lo relevante, lo que tendría sentido, sería una hipótesis soberana, expresada en la singularidad poética del análisis. “Una forma feliz y una inteligencia sin esperanza”8, quizás, esta sea la definición más tajante de un pensamiento radical, acategórico: liberado del yugo de lo verdadero y de lo falso -la miserable objetividad crítica de las ideas- pero jamás de una donación de sentido -la escritura-.

4. Superficialidad
Se dice -a modo de insulto, reclamo, majadería o provocación- que el arte contemporáneo, desde el Pop hasta la fecha, es superficial. No deja de desconcertarme esta caída en la ignominia de las superficies, en la medida en que ellas son el lugar privilegiado del sentido. De hecho, cualquier intento de inscripción, de producción de sentido, no podría obviar la superficie. El sentido, según Deleuze, “no pertenece a ninguna altura, ni está en ninguna profundidad, sino que es efecto de superficie, inseparable de la superficie como de su propia dimensión.”9 Entonces, intentar abolir la superficialidad del arte actual, mediante alguna prestidigitación teórica o pensamiento mágico, no haría más que condenarnos al silencio; tal vez este rechazo, en el ámbito de la teoría, tenga que ver con su carácter refractario a la interpretación, acostumbrada a proyectarse, desde tiempos inmemoriales, hacia las alturas o las profundidades. Sin embargo, para disgusto, desvelo y escarnio de los hermeneutas, el posestructuralismo no ha cesado de repetirnos piadosamente que, cuando nos enfrentamos a las superficies, no hay nada que interpretar, pero mucho que experimentar. La teoría posestructuralista es, a diferencia de los mariposeos circulares de la hermenéutica, un arte brutal y salvaje de las superficies. Me explico, las superficies representan una exterioridad imposible de subsumir en la interioridad del teatro del pensamiento, acontecimientos y singularidades que tienen que ver, en cierta forma, con lo que Foucault llamó, en su ensayo sobre Blanchot, el pensamiento del afuera. Apertura del pensamiento hacia una exterioridad en la que se abisma, sin el solaz de una confirmación interior. Por esta razón, acaso, el vértigo de las apariencias escandalice a las buenas conciencias.

El pensamiento, enfrentado a las superficies, parece no hacer más que repetir la tragedia delirante del panóptico, concibiéndolas a partir de un interior al que penetrar endoscópicamente, envoltorios que hay que desenvolver para acceder, finalmente, a una realidad que se devela, desnuda, ante nuestra mirada. En fin, alétheia, entendida como desocultamiento, como verdad. En cambio, el sentido que recorre las superficies no está sujeto a una alétheia sino a una epipháneia, es decir, a una acción de mostrarse, un aparecer, un brillo súbito, un destello flotante. Barthes confronta, de este modo, al panóptico con el panorama, vinculando a este último a “un mundo sin interior: dice que el mundo no es más que superficies, volúmenes, planos, y no profundidad: nada más que una extensión, una epifanía (epipháneia = superficie).”10

Recordarán una de las secuencias más patafísicas de The Simpsons Movie, Homero, la figura mediática más entrañable del estúpido irredento, experimenta una epifanía que cambiará radicalmente el curso de su vida, me parece que deberíamos, en la medida de nuestras posibilidades, intentar seguir su ejemplo a la hora de enfrentarnos al “panorama” del arte actual, a sus apariencias sin profundidad y a sus superficies plagadas de sentido. Buscar, siguiendo los pasos de Homero y de Baudrillard, “una vista despejada, o la incertidumbre definitiva del pensamiento”. Perseguir el “D’oh!” de Homero o, en el discurso un poco más articulado de Baudrillard, “encontrar el irreductible punto ciego, tangencial, potencial, de reversión de todos los sistemas. Y para ello: que el propio análisis se convierta en objeto, objeto material, acontecimiento material del lenguaje, y que lo haga irónicamente.”11 A la luz de este profético aforismo baudrillardiano, no debería extrañarnos que la interjección de Homero encuentre morada, desde el 2001, en las páginas del Oxford English Dictionary, de la epifánica interjección de Homero al neologismo afortunado no hay más que un paso. No olvidemos que, como solía decir Deleuze, sólo existen “palabras inexactas para designar algo exactamente”.12

5. Risible
Ciertas formas felices de la representación contemporánea producen una experiencia singular, más concretamente, una experiencia de lo singular: la risa. Si lo trágico suele vincularse a la experiencia del aburrimento, donde, como señala Rosset, el saber está estrechamente ligado a la tristeza13, lo cómico parece evocar, en cambio, una experiencia diferente, o mejor, una experiencia de la diferencia presente en lo risible. La tristeza resulta ser bastante predecible, al contrario, la alegría reviste cierto grado de imprevisibilidad, de incertidumbre. Así es como Bataille aborda el problema de la risa, la aparición intempestiva de lo incognoscible, experiencia festiva de lo heterológico. “Lo risible podría ser simplemente lo incognoscible. Dicho de otro modo, el carácter desconocido de lo risible no sería accidental, sino esencial. Reímos, no por una razón que no llegaremos a conocer por falta de información o por falta de suficiente penetración, sino porque lo desconocido da risa.”14 La risa, entonces, es el resultado de la abolición, al menos moméntanea, de nuestras certezas a propósito de lo real, un abismamiento en el sinsentido, donde se revela, al decir de Bataille, una última verdad: “que las apariencias superficiales disimulan una perfecta ausencia de respuesta a nuestra expectativa”.15
Una nueva sensibilidad en torno a lo trágico se esboza, la posibilidad de reirnos de la insignificancia y futilidad de la vida y sus representaciones, sin lamentaciones, pesadumbres o lloriqueos, “todo es ligero, todo es simple”16, lo que ves es lo que hay. Lo cómico siempre es literal (Deleuze dixit), la erótica de la banalidad es, en este sentido, la sensibilidad propia de una tragedia irrisoria, sin metáforas y sin descontento, o como dirá Rosset, “una satisfacción total en el seno mismo de lo ínfimo”17. Barthes pensaba en algo similar a la hora de dictar, en 1978, su curso en el Collège de France, donde lo Neutro “consistiría en confiarse a la banalidad que está en nosotros, o más simplemente reconocer esa banalidad”18, esbozando, de esta forma, un principio de delicadeza a partir del goce de lo fútil; el análisis hará surgir lo menudo, lo delicado, lo ínfimo, desbaratando lo esperado y convirtiendo, a partir de recortes e inversiones, a lo banal en fuente de placer y de gozo.
Una especie de embriaguez amorosa acompaña este “goce de análisis”, no solo un sutil reconocimiento de la banalidad, a la manera de Barthes, sino una suerte de aceptación incondicional del carácter banal e insignificante de lo real; sospecho que hacia ahí se dirigen la infinidad de escritos de Clément Rosset sobre la alegría entendida como “una locura que paradójicamente permite –y es la única que lo permite- evitar el resto de las locuras”.19 La alegría, como fuerza mayor, es, para Rosset, el único acceso a lo real, sin el cual estaríamos condenados a una infinidad de formas de rechazo a la existencia, esto es, sumidos en la lógica del doble, de la sustitución de lo real por otra cosa, una invisibilización quizás más esperanzadora pero, lamentablemente, fantasmagórica. La alegría entonces, no es más que el paradójico amor a lo real, desplegado en un doble movimiento, por un lado, el reconocimiento de que no hace falta ser un genio para saber que la vida es una mierda –a la manera de Cioran- y, aún así, experimentar una especie de estado de gracia, la gratuidad de la alegría. Desde esta donación de sentido, sería posible imaginar alternativas a la “grandilocuencia” de un lenguaje fallido, esto es, que deja escapar lo real20, a través de lo que podríamos llamar una erótica de la banalidad, despliegue de una discursividad pánica y no únicamente traumática, donde el humor, como arte de las superficies, jugará un papel determinante.

6. Banalidad
Podríamos decir que la ironía objetiva del arte contemporáneo -pensemos en Koons, por poner sólo un ejemplo sintomático- es su rampante banalidad. Pues bien, tal afirmación expresa una verdad incuestionable, pero al mismo tiempo es, como podrán imaginar, de una banalidad supina. El problema con la banalidad es que, tragicómicamente, no sólo florece en el fértil panorama del arte contemporáneo sino también en nosotros mismos. Más allá de las condenas, los elogios, las calumnias, los cinismos y las complicidades, es difícil escuchar o leer algo a propósito de la banalidad que no sea a su vez -fatalmente y de acuerdo al diccionario- trivial, común, insustancial. Ante tal escenario desolador, podríamos estar tentados a pensar que no se puede teorizar sobre algo banal sin ser uno mismo parte de esa banalidad. Entonces, la teoría, so pena de convertirse en cómplice, quedaría reducida a un pusilánime silencio. Perdidas por perdidas, creo que deberíamos de hacer todo lo contrario. Ante fenómenos extremos, medidas desesperadas; ya que, como decía el maestro, “es mejor perecer por los extremos, que por las extremidades”.

En este sentido, me atrevo a sugerir aquí, muy brevemente, lo que podríamos llamar una érotica de la banalidad, teorizaciones en torno a lo banal tendientes a producir, en los límites de la impostura, una banalidad corregida y aumentada. Para Barthes, la banalidad es el punto de partida de la escritura, sin embargo, si la suerte nos sonríe, la escritura no termina metonímicamente en el preciso lugar donde comenzó, es decir, opera en lo banal una especie de repetición con diferencia. Cito a Barthes: “(...) el primer discurso que se le ocurre es banal, y sólo luchando contra esta banalidad original es como puede, poco a poco, escribir (...) En suma, lo que escribe provendría de una banalidad corregida.”21 De aquí podemos inferir, sin forzar demasiado las cosas, la discreta fórmula de una erótica de la banalidad: lo banal corregido y aumentado por efecto de Eros. Eros no es más que el nombre que le doy a una constelación conceptual y a una pandilla de intercesores: el goce en Roland Barthes, la risa en Georges Bataille, la seducción en Jean Baudrillard, el deseo en Gilles Deleuze, el placer en Michel Foucault, la alegría en Clément Rosset...

Me gustaría, para finalizar, recordar las proverbiales palabras de Allen, pronunciadas en su célebre discurso a los graduados: “Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes oportunidades. Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde.”22


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NOTAS

1 Deleuze, Gilles, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002, p. 232.
2 Rosset, Clément, Lo real, Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 61.
3 Baudrillard, Jean, Cool Memories, Barcelona, Anagrama, 1989, p. 63.
4 Foucault, M., Deleuze, G., Theatrum Philosophicum, Barcelona, Anagrama, 1999, pp. 37-38.
5 Deleuze, Gilles, Lógica del sentido, Barcelona, Paidós, 1994, p. 86.
6 Deleuze, Gilles, Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, 1996, p. 207.
7 Deleuze, Gilles, Ibíd., p. 207.
8 Baudrillard, Jean, El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama, 1996, p. 142.
9 Deleuze, Gilles, Lógica del sentido, p. 90.
10 Barthes, Roland, Lo Neutro, México, Siglo XXI Editores, 2004, p. 223.
11 Baudrillard, Jean, El paroxista indiferente, Barcelona, Anagrama, 1998, p.176.
12 Deleuze, G., Parnet, C., Diálogos, Valencia, Pre-textos, 1980, p. 7.
13 Rosset, Clément, El objeto singular, México D.F., Sexto Piso, 2007, p. 123.
14 Bataille, Georges, La oscuridad no miente, México, Taurus, 2001, 115.
15 Bataille, Georges, Ibíd., p. 115.
16 Bataille, Georges, Ibíd., p. 126.
17 Rosset, Clément, La fuerza mayor, Madrid, Acuarela, 2000, p. 125.
18 Barthes, Roland, Lo Neutro, op.cit., p. 135.
19 Rosset, Clément, La fuerza mayor, op.cit., p. 30.
20 Rosset, Clemént, Lo real, Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 110.
21 Barthes, Roland, Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Kairós, 1978, p. 150.
22 Allen, Woody, Perfiles, Barcelona, Tusquets, 1981, p. 76.


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Bibliografía

Allen, Woody, Perfiles, Barcelona, Tusquets, 1981.
Baricco, Alessandro, City, Barcelona, Anagrama, 2002.
Barthes, Roland, Roland Barthes por Roland Barthes, Barcelona, Kairós, 1978.
-------------------, Lo Neutro, México, Siglo XXI Editores, 2004.
Bataille, Georges, La oscuridad no miente, México, Taurus, 2001.
Baudrillard, Jean, Cool Memories, Barcelona, Anagrama, 1989.
--------------------, La transparencia del mal, Barcelona, Anagrama, 1993.
--------------------, De la seducción, Barcelona, Planeta-Agostini, 1993.
--------------------, Las estrategias fatales, Barcelona, Anagrama, 1994.
--------------------, El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama, 1996.
--------------------, El paroxista indiferente, Barcelona, Anagrama, 1998.
--------------------, El intercambio imposible, Madrid, Cátedra, 2000.
--------------------, The Conspiracy of Art, New York, Semiotext(e), 2005.
Deleuze, Gilles, Lógica del sentido,Barcelona, Paidós, 1994.
------------------, Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, 1996.
------------------, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002.
------------------, Parnet, C., Diálogos, Valencia, Pre-textos, 1980.
Foucault, Michel, Saber y verdad, Madrid, La Piqueta, 1991.
--------------------, El pensamiento del afuera, Valencia, Pre-Textos, 1993.
Foucault, M., Deleuze, G., Theatrum Philosophicum, Barcelona, Anagrama, 1999.
Rosset, Clément, El principio de crueldad, Valencia, Pre-Textos, 1994.
-------------------, La fuerza mayor, Madrid, Acuarela, 2000.
--------------------, Lo real, Valencia, Pre-Textos, 2004.
--------------------, El objeto singular, México D.F., Sexto Piso, 2007.

Internet y Transgresión

La transgresión es uno de los principales temas de la literatura y del arte contemporáneo. Gracias a Georges Bataille, Maurice Blanchot, Michel Foucault y algunos otros, el problema de los límites a los que se ve confrontada la escritura, y por lo mismo el pensamiento actual, hoy resulta un asunto crucial.

En Foucault este problema es casi inaugural de toda su obra (Véase “Préface à la transgression” en Dits et écrits, T. 1, p. 233).

Como al inicio de los tiempos y de la mitología, los límites establecidos son los de la sexualidad, el deseo, el incesto, la violencia, la muerte, el poder, la traición, etc. Todos ellos se reducen y abdican ante lo racional y ante las normas, mientras que de manera simultánea éstas encuentran su razón de ser. No se trata de los límites que no hay que transgredir (esto sería una consideración exclusivamente de carácter moral) sino de que esos límites están en el centro del pensamiento como una puerta posible a lo que uno no puede pensar ni decir, como lo más profundo del lenguaje y de la conciencia. Según Kant, en el arte la transgresión es una dimensión trascendente que constituye nuestro conocimiento antes y junto al conocimiento mismo.

Por ejemplo, desde Levi Strauss y la etnología pensamos que la prohibición del incesto reside en la constitución de las estructuras de parentesco y no en un “más allá” que no debe ser transgredido (pero que en realidad lo es con frecuencia) como algo prohibido que la muerte castiga pero que a pesar de ello, establece al ser humano en el seno del orden biológico.

Asimismo, para muchos autores contemporáneos resulta imposible pensar después de Auschwitz: “en tal medida ese acontecimiento es al mismo tiempo impensable y parte de nuestra modernidad”.

Podríamos citar muchos ejemplos que muestran que nuestra cultura supone siempre un “más allá” o algo inconcebible, imposible de representar y que reside y opera en el centro de nuestra cultura como una condición de posibilidad del ser moderno. No se trata de una trascendencia metafísica sino más bien de algo inmanente que la historia o el desarrollo de la sociedad nos obliga a descubrir.

Quisiera desarrollar la hipótesis según la que el régimen actual del lenguaje, por medio de la forma numérica en internet, plantea de manera novedosa el tema de la transgresión del sentido “al interior mismo del lenguaje”.

Desarrollaré la hipótesis en tres direcciones: en primer lugar, el lenguaje actual y la literatura buscan otras formas de infinito. Sólo resta saber si, frente a esa nueva transgresión, puede hablarse de una moral multimedia.

En segundo lugar, dentro de la era numérica la figura del autor ya no juega el papel preeminente en la representación de la escritura. Por esa misma razón el derecho de autor es muy inestable.
En tercer lugar, me parece que la recepción y la lectura se escapan en una huida sin fin debido a esa forma inédita de la transgresión como la interacción; a través del paso continuo de lo que se supone el público, la publicidad y la publicación. Ahí ocurre un hecho que hasta ahora no se había dado en la escritura y en la publicación, y me parece que todavía no hemos logrado medir la importancia del cambio que se está sufriendo en ese ámbito.

Debemos cuestionarnos en qué consisten esos paralelismos entre nuevas tecnologías del lenguaje -hipertexto- y las teorías del texto y del discurso como intertextualidad, discontinuidad, desaparición del autor, etc.

El discurso lineal ya no se sostiene en la literatura moderna. Autores como Jacques Roubaud, siguiendo los pasos de l’Oulipo, Queneau o Perec, se interesaron en ese aspecto de la fragmentación del lenguaje como por ejemplo en La Boucle o en Le grand incendie de Londres. Claro que de manera explícita la literatura siempre ha planteado ese juego en el que la figura del lenguaje es la materia misma del relato. Don Quijote en la segunda parte reencuentra las aventuras de la primera. Tristram Shandy o Jacques el fatalista interpelan al lector para conducirlo por entre las redes de un desorden aparente. Pero a pesar de su interacción con el lector, esa literatura está limitada a la materialidad de su soporte, está atada a la encuadernación primordial del documento a la estructura fija de la lectura.

Las “teorías críticas” del texto llevan aún más lejos la cuestión de la fragmentación infinita y de manera simultánea asistimos hoy al desarrollo de las herramientas informáticas que fomentan esta dispersión.

Desde 1968 las obras hipertextuales de Ted Nelson, en su teoría de Xanadu Literary machines, proponen nuevas herramientas para la creación de textos fragmentados, discontinuos y distantes. Problemas como los lazos del texto, su naturaleza y calificación así como los lazos entre varios y la estructura, están en el ojo de un huracán que arrastra al texto más allá del discurso. No se trata sólo de una simple técnica de intercambio HTML que permite la relación entre varios sitios web, sino de las posibilidades infinitas, el link por medio del cual el lenguaje es siempre metalenguaje.

En un sentido estricto el nuevo texto no conoce límites y debe encontrar nuevas figuras retóricas para existir. Hasta ahora las posibilidades parecen infinitas, pues todavía no se han hallado las fronteras del hipertexto.

Asimismo, el problema de la transgresión reside en que actualmente el significado no se encuentra sólo en un significante únicamente fonológico, o en la transcripción alfabética de una palabra oral -el lenguaje que sostiene el sistema semántico-; sino que necesita imágenes del mundo. Quizás ahora estamos obligados a reconquistar y a reconsiderar el alfabeto y otros lenguajes que la evolución de la comunicación dejó de lado, favoreciendo la progresiva gramaticalización del discurso.

Otra disciplina que gracias a internet está viviendo momentos de auge es la traducción. Ésta siempre ha sido un obstáculo para la circulación de las ideas y ahora parece liberarse.
Internet es un sistema que podemos llamar multimedia, en el que la imagen fija o animada, la música, así como las formas que vemos en la pantalla, etc., desempeñan una función importante. Pero nos preguntamos ¿qué significa esta nueva forma a la que todo el mundo está invitado simbólicamente en el campo de la significación, es decir, en la pantalla?

Pensamos en las reflexiones de Walter Benjamin que se encuentran en el texto “La obra de arte en la Era de la reproducción mecánica” de 1936, y en las que se sugiere que actualmente lo numérico es un tipo de globalización a escala mundial de lo que fue la reproducción mecánica.

De hecho el carácter multimedia de internet casi siempre impide reconocer el valor literario del medio. En una misma dinámica internet y la web suman dimensiones simbólicas e iconográficas del sentido, más allá del lenguaje alfabético. Esto define el poder virtual de similitud del mundo, de manera que el autor debe trabajar a partir de la condición de lo virtual. Después de la fotografía, el cine, la televisión, la prensa o la publicidad estamos frente a un nuevo significante. Pero un significante en el que las nuevas posibilidades como la imagen pornográfica ocupan el mismo nivel que la imagen sagrada (si no más) que la imagen deportiva o de las finanzas. La imagen pornográfica goza de un papel preeminente a diferencia de la disimulación de los sex shops o de las estanterías de las Bibliotecas del infierno que ocupan espacios marginales en la ciudad, en la biblioteca o en la memoria. En internet no se trata sólo de las imágenes sino de un verdadero auge de consumo mundial de pornografía o de relaciones eróticas que entonces devienen fuerza motriz de la interacción planetaria. Podría decirse lo mismo de la piratería informática o del acceso a sitios prohibidos: el fenómeno de los hackers es parte del nacimiento de internet como el robo de las fuentes tipográficas en la Italia del siglo XVI. Aunque casi toda esa producción no es más que basura y a pesar de que se encuentran numerosos sitios neonazis, o que incluso la web amplía a ultranza los debates revisionistas(1), al menos quiere decir que el problema de la prohibición ya no se plantea en los mismos términos. En ese sentido bastaría decretar una web limpia para que desapareciera esa parte oscura de la humanidad, pero sería inútil. Al contrario esa revelación debe abordarse en la nueva realidad contemporánea.

Al profundizar en esta reflexión encontramos un análisis similar en “La sociedad del espectáculo” de Guy Debord. ¡Si reemplazamos la palabra “espectáculo” por “virtual” comprenderemos mejor en qué sector de la economía política nos encontramos!

Además sabemos que no sólo las imágenes son pornográficas sino que su uso vulgar y degradante señala la necesidad de llamarlo un estilo o una retórica. Quisiera decir que debemos tomar en serio lo que sucede al interior de la web, de qué naturaleza son sus posibilidades ilimitadas y a partir de entonces imaginar una legislación posible y hasta ahora inexistente, que pudiera controlar y regular su funcionamiento. Dentro de ese universo virtual ¿cómo pueden instaurarse nuevas formas de transgresión al nivel de esa red de libre circulación? ¿Cómo comprender aquello que sobrepasa la tecnología y a partir de entonces entender lo que permite y al mismo tiempo engendra? Me parece que las preguntas de Debord son oportunas.

También me parece que autores como Michel Houllebecq comprenden la necesidad de la “entrada en escena” de la web, del correo electrónico y de los foros en el seno de la creación literaria. El problema de los sitios pornográficos no es sólo su contenido sino la libertad de acceso y la relación entre varios actores, el “trazo” como se le llama actualmente. Uno lo ve en las posibilidades de conexión en las que por ejemplo el sitio puede memorizar la máquina en la red y reconectarla inmediatamente incluyéndola automáticamente en los directorios de otros sitios similares. El problema entonces no es solamente que la oferta y la demanda pueden jugar un papel interactivo en la red; sino que se trata más de un espacio de propaganda y contrapropaganda para las publicaciones cuyas dinámicas ya no toman en cuenta nuestra decisión. Aquí no nos ocupa la reivindicación de la prohibición sino comprender a qué suerte de transgresión de la realidad cultural y social hemos sido invitados. Tampoco se trata de instruir a partir de una moralidad exterior o anterior a la red, sino de considerar nuevas medidas éticas que provengan de los mismos usuarios o de organismos de regulación independientes que surjan de la red misma.

Esos y otros ejemplos tienen que ver con la arquitectura y funcionamiento de los proveedores de los sitios gratuitos o no, con los diversos sitios de venta que se desarrollan y con los problemas que surgen en la organización y en la libertad de publicación, así como con el conjunto de posibilidades tecnológicas que diseñan miles de programadores informáticos.
Pero regresemos: las fronteras de la realidad y de la ficción al interior de lo virtual están en vías de desaparecer casi de manera imperceptible. Y quizá sean los artistas quienes puedan detectar esos desplazamientos.

Por esa y otras razones la función, la figura del autor tiende a desaparecer del lugar preeminente que ocupaba en la escritura. Debido a la fragmentación y a la discontinuidad de la hipermedia, los límites del autor y del derecho de autor cada día se hacen más imprecisos.

Entonces podemos esperar que las nuevas formas de transgresión aporten o impongan nuevas formas legales. La pregunta acerca del valor de la figura del autor proviene de Barthes, de Foucault, pero también de Calvino y de muchos otros escritores, realizadores de cine o de teatro quienes expresan en qué medida dentro de la economía contemporánea el dominio absoluto, designado y asignado a la creación está gestando un problema.

Barthes señala la muerte del autor, su desaparición, y la aparición del texto sin firma. Foucault glosa la modificación profunda de la figura del autor, así como las razones históricas que hacen que tengamos un autor y un derecho que lo protege. El análisis que hace Foucault llega a la conclusión de que el tipo de transgresión que toleramos, que admitimos otorga al mismo tiempo un derecho y una función, un reconocimiento del autor. Dice Foucault: “El autor es el principio de la economía del sentido”, principio que no era el mismo en la Edad Media, ni para los periódicos de la Revolución Francesa, o las ediciones de la novela burguesa del siglo XIX.

El autor ha sido una función a lo largo de los siglos de edición y de impresión. “La construcción de la función-autor debe ser entendida como un criterio de asignación de los textos”, dice Foucault. El autor es el resultado de todo un proceso histórico que reconoce sus formas materiales, económicas y también, quien otorga un contenido a esa expresión.

Con internet y la web resulta más difícil identificar una autoridad única o el pensamiento de un solo individuo, de una sola firma. Dentro de la web y de los links HTML existe la imposibilidad de saber quién escribe, quién produce la referencia, la nota, la crítica y quién certifica dicho comentario. El texto se convierte en una red colectiva y cooperativa de muchos autores. Para resumir, podríamos decir que esos tipos de relación ya implícitas en la escritura se desarrollan de manera explícita en la web.

Paralelamente los derechos son relativos a las posibilidades sin límite de la copia, de la reproducción. Esto según Walter Benjamin puede interpretarse como una pérdida del aura.
La reproducción ilimitada hace que en uno ya no pueda distinguir entre el original y la copia. No existen diferencias entre los dos a partir de que se puede copiar sin perder información, sin degradación, sin marca aparente de irreversibilidad del tiempo; a diferencia de la copia material, cuyo ejemplo es la fotocopia, que se degrada pues en cada copia se pierde más y más información. La economía virtual es en sí misma el infierno, pues las copias son gratis. El problema de los derechos de autor anima a una economía del copyright en función del estado de difusión y de la demanda y rechaza un derecho de autor romano ligado a los derechos morales de un individuo creador.

Al mismo tiempo esta figura del autor como una especie de regulador se ve transgredida por nuevas autoridades que todavía son difíciles de percibir en el espacio planetario de la web.
Por otra parte, me parece que la lectura posee una nueva significación, debido al estado de transgresión que permite ya que necesita de la interacción: los conceptos público, publicidad, publicación parecen estar en una permanente huida que debe analizarse cuidadosamente.
El lector no solamente es una persona que realiza una actividad solitaria, tampoco es sólo un navegador en busca de documentos perdidos. El lector debe ser un explorador, un conquistador de tierras desconocidas. Él ignora lo que va a encontrar; pasa de un sitio desconocido a otro, en una mezcla de azar y de determinación. La lectura se convierte en una lucha contra las aproximaciones de las fuerzas de búsqueda, los puntos o direcciones según las nuevas cartografías de documentos, estadísticas del léxico, es decir, se libra una batalla permanente contra el posible absurdo de la interpretación y del sentido falso.

Ni siquiera se sabe quién es el enemigo, cuántos ejércitos tiene y de dónde puede surgir el peligro… más que una búsqueda de información, la lectura se convierte en espionaje (de hecho el conjunto de la web es un espacio del espionaje), un cruce de intereses con muchos riesgos y trampas.

En fin ¿de qué tipo es la verdad que uno encuentra? Y ¿de dónde proviene? ¿se trata de manipulación de relaciones oficiales? (que también quieren manipular). De nuevo nos encontramos con los problemas de las fronteras y de la ausencia de ellas: ¿dónde leemos? Quizá todo esto puede ser virtual y estar desprovisto de realidad y repleto de lagunas. Pero al mismo tiempo, gracias a la web el teatro del mundo y sus conflictos surgen en nuestras pantallas, Ruanda, Chechenia, Palestina, Chiapas tantas guerras cuyos Teucídides se confunden con los actores, los analistas, las contrainformaciones y la Quinta Columna virtual…
Al referirse a Sade, Foucault dijo: “Que él discuta el lenguaje para reproducirlo en el espacio virtual (en la transgresión real) del espejo, y cree en éste un nuevo espejo y luego otro y otro más hasta el infinito. Eterno espejismo que en su vanidad constituye el sustento de la obra sobre la que paradójicamente se yergue”.

La web es un espejo en el que se ganan y se pierden a la vez los intereses del mundo. Me parece que el espejo sin fin de las sucesivas pantallas de la web también podría ser un poco como la obra de Sade: una manera de transgresión del infierno de la vida cotidiana. A menudo pretendemos que la web es como una gran biblioteca, pero la búsqueda resulta opuesta a la del bibliotecario, en ella se persigue un documento cualquiera que quizá ni siquiera sea parte de un libro. Además de no tener límite, la biblioteca de la web carece de orden. Es un delirio literario, cuestionable en el sentido de que parte de un catálogo demente que la mayoría de las veces da indicaciones y direcciones equivocadas y que al final resulta tan errónea como las publicaciones falsas y sus autores anónimos o autopublicados.

Mientras que la biblioteca de Babel de Borges posee un orden perfecto, sin falla, comprometida a que en una producción infinita también puedan encontrarse las obras completas.
La web en sí misma, en cuanto al peligro de la globalización, es también ese espacio transgresor que debe ser transgredido. Como lo pensó Maurice Blanchot (a propósito de la producción literaria contemporánea) esa clase de “palabra errante” es “capaz de destruir todas las demás”.
De nada sirve denunciar, como lo hacen Philippe Bretón o Wolton, la vanidad de los análisis que intentan comprender lo irracional de la web; por el contrario, esa relación con la creencia que señalamos aquí a través de la transgresión es esencial. Como dijo Manuel Castell: en la web se trata de hacer virtual lo real.

Esto significa que un autor nunca más podrá pensar en términos de referencias literarias, sino que deberá darse cuenta de que el significante a partir del cual trabaja necesariamente es el que existe en internet en tanto texto numérico. Esto es lo que debe considerarse como transgresión.
La referencia a la posición, a la función-autor es la frontera que puede esperar una disciplina, un sujeto indistinto.

También podría decirse que Balzac redactaba a partir de los salones y de los editores parisinos, que Proust escribía a partir de Saint Germain de Prés o de recuerdos de Balbec, o que Flaubert lo hacía a partir de las bibliotecas o de toda la documentación recopilada para Bouvard y Pécuchet. Los autores contemporáneos deberán escribir mucho más a partir de lo que encuentran en la web, no sólo de los contenidos sino de la manera en que funciona o no ese mundo virtual, esa palabra universal hecha de tantas contradicciones, carencias, excesos e incoherencias.

Algunos artistas, editores, escritores han entendido que existe una palabra más veloz y colectiva; es necesario seguir, habitar y cercar su poder efímero.
Los investigadores científicos desde hace tiempo comprendieron (también en las ciencias sociales, véase el sitio www.HierNietzsche.org) que sus trabajos necesitaban una mayor interacción, cooperación e internacionalización para lograr una mayor eficacia, en todo caso más que la que una sola persona puede alcanzar. Seguramente de una forma distinta los escritores de mañana se darán cuenta de que el material de trabajo con el que cuentan es la palabra colectiva, interactiva, versátil y representativa del caos del mundo deinternet.
¿Es posible vislumbrar un autor en términos de mayor cooperación? O ¿esto es una contradicción?

Para concluir junto con Foucault, una referencia que coincide extrañamente con lo ilimitado del web como posible transgresión del libro: “La literatura comienza cuando la paradoja substituye al dilema, cuando el libro no es sólo el espacio donde la palabra toma forma (de estilo, retóricas, del lenguaje) sino el lugar donde los libros son recuperados y consumidos: lugar desprovisto de un sitio único puesto que alberga todos los libros del pasado en ese imposible volumen que suelta un murmullo entre, después y ante los otros”.

Yannick Maignien

Traducción María Virginia Jaua
(1) Corriente neonazi que llega incluso a negar la existencia de los campos de concentración. N del E.
 
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